En una noticia de febrero de 2010 leí que una pareja de jóvenes homosexuales
de Madrid se habían comprado un piso. Ello no habría tenido nada de
extraordinario, a parte de la crisis económica imperante, en que el único hecho
de adquirir un piso ya era de por si un hecho fuera de lo común, sino fuera
porque el anterior propietario había sido Karol Wojtyla. El Santo Padre lo había
heredado de una devota, la señora Patrocinio, una de tantas que con su
donación contribuye diariamente a engordar las riquezas de la Católica,
Apostólica y Romana.
Evidentemente, Juan Pablo II nunca puso los pisos en aquel modesto piso de la
calle de la Paloma. El nuncio apostólico en Madrid se limitó a ponerle el sello
vaticano a las nuevas escrituras. Unos años después, los locatarios del piso
inferior se despertaron con unas goteras sobre la mesita de noche. Al buscar
quien era el descuidado propietario del inmueble, se encontraron el nombre de
Wojtyla en el Registro de la Propiedad. El nuncio les animó a quedarse el piso a
aquellos vecinos del piso de abajo, y la transacción se realizó sin ningún trauma.
El hecho que los nuevos propietarios fueran dos hombres que vivían en pecado
permanente no fue un motivo de suficiente peso como para echar para atrás la
compra-venta del departamento.
¿Indicaba ello una apertura en las doctrinas de la iglesia católica? ¿O solo era un descuido, una vista gorda al asunto? ¿O quizás es que había una iglesia menos radical que la que aparecía a menudo en los medios de comunicación, enarbolando una bandera y una fotografía de un embrión? ¿O quizás es que, cuando había dinero por medio, no había vicio que fuera suficientemente pecaminoso? Fuera lo que fuera, me imaginé a la pobre señora Patrocinio, látigo en mano y rosario en la otra, arrodillada ante un Cristo en el pasillo rancio de esa casa tapizada de papel pintado. E imaginé los nuevos propietarios, colocando fotografías de Audrey Hepburn y dibujos de Pierre et Gilles, allí donde antes había Pilaricas y San Pancracios. Y ese hombre polaco hecho santo por obra y gracia del Creador, mirándolo todo desde las alturas y haciendo como que no, con la cabeza.
Pensé en acudir a mi confesor particular para que me ilustrara, pero mis
relaciones con la Parroquia de Sant Medir, la mía, se habían reducido a menudo
a una relación cordial, participando de las actividades asociativas y vecinales
que se concentraban: teatro, coro, festividades populares, alguna charla, la radio
y colaboraciones varias a lo largo de los años. Todo y que Sant Medir había sido
siempre una iglesia abierta, desde la fundación de Comisiones Obreras hasta la
última misa antes del exilio del Padre Escarré, abad de Montserrat, pasando por
los encierros de inmigrantes durante la reforma legislativa española de principios
del sigilo XXI, etc, pensé en ir a buscar la opinión de aquellos que me quisieran ablar, sin rubor ni muchos rodeos, de tres grandes conceptos: Fe, Religión y
Homosexualidad.
Ir a buscar la opinión, fuera cual fuera, me serviría para entender, para conocer
experiencias, para compartir reflexiones. Hablar de ello ya era una terapia
suficiente. Y por eso configuré una primera lista de aquellos posibles
entrevistados, gracias también al amigo Joan Sebastià, que conoce el tema por
experiencia propia. No quise hacer un panegírico de la relación entre
homosexualidad y fe. Tampoco podía yo hacer una crítica religiosa. La suma de
visiones y reflexiones me permitiría entender mejor cual era la fórmula más
adecuada para compaginar dos características personales que hasta entonces
creía yo que eran incompatibles: ser homosexual, y tener fe. Y tampoco solo fe
en Jesús, Yahvé, Mahoma, Al·là, Shiva. Brahma. Moisès, Vishnú, el Espíritu
Santo, la Virgen y todos los Santos… sino el tener fe en cualquier entidad divina
y sobrenatural capaz de ser invocada en la salud y la enfermedad.
¿Lo conseguiría? Solo me hacía falta una libreta, un bolígrafo, un correo
electrónico o un teléfono, y a veces, un poquito de cara.
Albert Torras
Albert Torras